Como cada día a las cinco de la tarde, ella está
esperando su milagro en la parada del bus. Ataviada con su vestido blanco y sus
bailarinas color beige; el pelo suelto cayéndole en cascada por la espalda al
descubierto, los labios rojos y las sombras suaves. Sus manos, pequeñas y
temblorosas, agarran con fuerza el bolso sobre su regazo. La suave brisa de
principios de otoño le revuelve el cabello y le acerca el olor de los árboles
medio marchitos cuyas hojas caídas son arrastradas por el asfalto.
Un repiqueteo desigual en el suelo con la punta de
los pies; qué más da, nadie lo escucha. Como nadie escucha los golpes de su
corazón contra las costillas cada vez que aparece la sombra del autobús calle
abajo. Pum. Pum. Pum. Pum.
Frenético, su maltrecho corazón vuelve a golpear contra el pecho, luchando por
salir y gritarle al mundo lo que siente. El autobús ha llegado a la parada.
Ella le dirige una mirada esperanzada al conductor cuando las puertas se abren.
La mirada de éste es la misma de cada día: triste y amarga mientras niega con
la cabeza. Él tampoco vendrá hoy. Cuando llegan las diez de la noche, como cada
día, se cuelga el bolso al hombro, se levanta y se alisa la falda del vestido
antes de echar a caminar de vuelta a casa.
A pesar de las advertencias de su familia, a pesar de
los intentos de sus amigos por levantarle el ánimo, ella sigue yendo a la
parada del autobús. Ni siquiera ella misma sabe muy bien por qué hace eso. Pero cada día, siente ese
impulso desesperado de salir a buscar lo que nunca encontrará. Un anhelo tan
profundo que es incapaz de refrenarlo.
Quizá sea el cansancio o quizá solo se distrae, pero
sus pasos no la llevan de vuelta casa. Aunque es ese lugar el único al que
reconoce como su verdadero hogar. Aún no se ha reparado la verja, y ella la
abre sin problemas. Camina sin mucha prisa sobre el césped mojado por la
lluvia. Las hileras de fría piedra a su alrededor; aquí y allí alguna estatua
majestuosa. Le parece que el aire le susurraba al oído las palabras escritas
sobre las lápidas grises. Nombres y apellidos que carecen de significado para
ella, fechas que encierran prisioneras a las almas infinitas, una frase que
será lo último que aquellas personas podrán decirle al mundo.
Ella camina impasible ante los cientos de vidas que
deja atrás. No se para a pensar, como lo habría hecho si aún fuera ella misma,
en las personas que allí yacen. Ya no imagina cómo pudieron haber sido sus
vidas, qué clase de personas fueron o cuánta gente habría llorado su ausencia.
Porque, en efecto, ella ya no es ella. Se siente más cerca de esas almas
perdidas que de todas las personas de su vida. Al fin y al cabo, la mitad de su
corazón está entre aquellas lápidas, enterrado junto al único hombre al que
ella ha amado de verdad.
Su paseo se interrumpe finalmente frente a una
lápida. Toda la vana esperanza que había puesto los últimos meses al ir a la
parada del autobús, a su parada, se
desvanece. Piedra fría y gris, igual que todas las demás, es lo que le queda de
él. Nada la hace destacar, nada la distingue de las demás. Pero para ella, su
vida está allí enterrada. La persona a la que más quería en el mundo. El ser
que le entregó la llave de la felicidad. Una lágrima solitaria resbala por su
rostro. Se sienta junto a su amado y llora en silencio durante unos minutos.
Añora la historia que se truncó cuando apenas había empezado a florecer. Siente
que el mundo se le caerá encima si tiene que vivir un día más en su ausencia.
Los minutos pasan mientras ella asimila la verdad en
su interior. El pensamiento que ha rehuido durante tanto tiempo pugna por
abrirse paso en su mente: Él no va a
volver. Ella siente que está rota, que jamás volverá a funcionar bien y que
no será capaz de levantarse de allí, de separarse de la razón de su existencia.
Pero, de pronto, ocurre algo que es más fuerte que las lágrimas, más fuerte que
un pensamiento triste, más fuerte incluso que la muerte. Algo en su interior se
ha movido, y esta vez no es el sentimiento del corazón roto, sino un movimiento
de verdad.
Con la sorpresa pintada en los ojos, deja de llorar y
se queda en silencio, a la espera. Al cabo de un momento lo vuelve a sentir.
Una sonrisa comienza a anidar en su rostro mientras comprende lo que está
ocurriendo. Coloca las manos sobre su vientre y la vida en su interior se
revuelve, orgullosa de ser escuchada. Otra patadita en su interior le hace
saber que su esperanza no era del todo vana. La vida sigue incluso cuando todo
parece perdido y no eres capaz de encontrarle sentido al mundo. La vida sigue
incluso aunque parezca imposible.
Ella se despide del hombre que la ha hecho feliz en
vida y que la ha salvado del abismo desde la muerte. Un nuevo pensamiento
recorre su alma mientras se levanta y enjuga sus lágrimas. Si él ha sido capaz
de hacerla tan feliz en un momento como ese, de sembrar la vida en ella, tiene
que significar que no ha muerto del todo. Ahora él vivirá en ella y en su hijo
para siempre. Nunca ha estado tan segura de algo, y este pensamiento en
concreto hace que se estremezca de felicidad.
Con una última mirada al camposanto, atraviesa la
verja y sale al mundo, dispuesta a vivir.
Alexia.
Oh, Dios, Alexia, me has dejado sin palabras, es increíble el relato, me ha fascinado..
ResponderEliminarEl recuerdo siempre queda en nuestra mente y seguirá vivo...
Se me ha puesto la piel de gallina al leerlo, madre mía, me ha gustado muchísimo :)
¡Un beso muy muy muuuy grande! <3
Madre mía, me alegro de que te haya gustado tanto. Es algo que se me ocurrió sin más y ni siquiera tenía pensado subirlo...
EliminarUn beso enormeee ^^